Avatar (2009) nos enseñó dos cosas sobre la naturaleza humana: la mayoría somos egoístas y estamos dispuestos a cometer las mayores atrocidades para asegurar el máximo beneficio de las grandes corporaciones, incluso si eso implica la aniquilación de otras especies. Su secuela de 2022 nos lleva por el Camino del Agua en una trama que, esta vez, debate la explotación de la vida marina, a la vez que resalta la perversidad en la búsqueda del mantenimiento del capitalismo. Ahora, en Avatar: Fuego y Cenizas, este subtexto regresa de forma más explícita y polarizada que nunca, con una trama frenética y abrumadora que cobra protagonismo.
A diferencia de la segunda película, esta no presenta un salto temporal y comienza apenas unos días después de la batalla bajo los mares de Pandora. Las heridas de la familia Sully siguen abiertas, especialmente aquellas invisibles a simple vista. El dolor por la pérdida de Neteyam (Jamie Flatters) vuelve el ambiente familiar aún más insalubre, sobre todo para el joven humano Spider (Jack Champion), quien, además de no poder respirar el aire del planeta, es rechazado por Neytiri (Zoe Saldaña), que lo odia no solo por ser humano, sino también por ser hijo de Quaritch (Stephen Lang). En este punto inicial, la película realiza la primera de sus muchas divisiones, separando a los humanos de los Na’vi.
Para intentar mejorar la situación, Jake Sully (Sam Worthington) decide emprender un viaje familiar a las Montañas Aleluya, donde Spider debía estar con los amables científicos de la primera película. Sin embargo, en el camino son interceptados por una horda de violentos Na’vi, con cuerpos pintados y flechas llameantes: la Tribu Ceniza, liderada por Varang (Oona Chaplin). Entonces lanzan un ataque feroz y sin precedentes. Como fuego, los enemigos destruyen todo a su paso y convierten la vida de la familia Sully en un infierno, con batallas por la supervivencia de principio a fin.
Una vez más, James Cameron recurre a dicotomías culturales para trazar una división entre buenos y malos. Aunque intenta evitar una visión maniquea del bien y del mal, la película tiende constantemente a resaltar elementos que sitúan a los personajes en uno de estos extremos. En el caso de las tribus Na’vi, esto se traduce en rituales. Mientras que aquello que pertenece a los grupos aliados es presentado como bueno y bello, las prácticas de la tribu de la llama son mostradas como profanas y violentas, a pesar de que ambas comunidades poseen costumbres extremas. El nuevo grupo también rechaza a Eywa, mientras que los demás la veneran, lo que introduce la fe y la incredulidad como un nuevo juicio de valor: si no crees, no puedes ser bueno ni civilizado.
Este dualismo también se refleja en el núcleo humano, que ha vuelto a cobrar protagonismo en la franquicia gracias a la colonia construida en la segunda película. En esta ocasión, Avatar: Fuego y Cenizas retoma la dinámica de la ciencia contra el negacionismo corporativo de la película de 2009 para, además de establecer un paralelismo con su realidad contemporánea, demostrar que no todo está perdido. Aquí, la crítica ambiental se alinea con una versión humorística de la colonización moderna. Ahora, el objetivo no son solo los “minerales” o el “aceite de ballena”, sino todo el planeta, ya que la Tierra ha sido consumida por la barbarie de las grandes industrias.
Divulgación
Todo esto cobra sentido gracias al enfoque que se le da al núcleo joven, con Spider, Kiri (Sigourney Weaver) y Lo’ak (Britain Dalton) cobrando aún más protagonismo en esta aventura. Cada uno, con su propio camino, forja el destino de Pandora y de la franquicia, que con cada película parece acercarse a un final no tan feliz. Los arcos individuales del núcleo joven refuerzan la idea de que es inevitable un relevo en el protagonismo de la historia, para bien o para mal.
Sin embargo, nada de esto se sostendría sin el mayor atractivo de Avatar: su calidad gráfica. La primera película, un éxito de taquilla que revolucionó el 3D, estableció un objetivo para las siguientes entregas de la franquicia: ofrecer una experiencia visual sin precedentes. A pesar de admirar lo que los artistas pueden lograr con la tecnología, el director rechaza profundamente el uso de la inteligencia artificial y utiliza la película para mostrar al mundo lo que la mano humana es capaz de hacer. El resultado son visuales impecables y efectos generados por computadora tan bien logrados que se integran a la perfección con actores reales.
Aun así, las actuaciones del elenco permiten que todo este universo fantástico cobre sentido. Aunque sus rostros reales no aparecen en cámara, es posible sentir cada partícula de emoción que imprimieron en los personajes. Esto también se debe a la dirección de James Cameron, quien logra convertir una epopeya alienígena en una de las historias más humanas y conmovedoras posibles. Los veteranos —Saldaña, Worthington, Weaver y Lang— guían a los actores más jóvenes, quienes ya no resienten tanto la diferencia de edad entre sus carreras, y ofrecen actuaciones que nos hacen creer en cada paso que dan estos personajes.
Incluso sin grandes giros argumentales y con un final predecible, Avatar: Fuego y Cenizas avanza dentro de su propio legado, haciendo su viaje cada vez más definitivo. Mezclando la guerra con la urgencia de los problemas climáticos, la película sigue un camino más dramático y oscuro, delineando un final nada apacible para sus personajes, tal como lo será para el mundo si las predicciones climáticas se cumplen en los próximos años.