Escena de Mi amigo robot (Reproducción)

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Crítica

My Robot Friend rezuma elocuencia y especificidad sin necesidad de diálogo

La animación nominada al Oscar va más allá de la ternura y crea una fábula de separación inteligente

07.02.2024, a las 16H39.
Actualizado en 02.05.2024, A LAS 15H22

No te dejes engañar por las líneas redondeadas, colores vibrantes y personajes antropomórficos de Mi Amigo Robot, ni tampoco por las críticas que han elogiado la película como una celebración de la amistad para toda la familia. La obra del cineasta español Pablo Berger se disfraza tan bien de animalito animado independiente que incluso convenció a los votantes de la Academia del Oscar para incluirla en la codiciada categoría de mejor largometraje animado en 2024. Pero que quede advertido: debajo de esa superficie acogedora existe una película que toma cada una de sus elecciones estéticas y narrativas con el fin de construir un viaje de separación que solo se califica como agridulce porque concede que, a pesar de todo lo que les sucede a sus protagonistas, la vida continúa.

Y resulta que Mi Amigo Robot no es triste por el placer de ser triste, como a veces sucede con historias "tiernas" que buscan subvertir las expectativas del público. Es que Berger, al adaptar la novela gráfica de Sara Varon, sabe exactamente cómo potenciar el viaje expansivo - en tiempo y espacio - de Perro y Robot para socavar lo más genuino que tiene que decir sobre los encuentros y desencuentros de almas que se entrelazan durante nuestras vidas. Es desgarrador ver a los dos protagonistas entablar una relación de afecto obvio (definirla como amistad sería tan arbitrario como definirla como noviazgo) y verse separados por las circunstancias, pero no hay cinismo ni amargura en Mi Amigo Robot, solo claridad de visión.

Es esa claridad la que guía a la película a reconstruir Nueva York de los años 1980 a su manera encantadora, innegablemente vívida a pesar de que la voz principal creativa del proyecto nunca haya vivido realmente… bueno, vivido esa realidad. Funciona, de alguna manera, precisamente porque esta es una Nueva York de ensueño, poblada por figuras y definida por actividades consagradas en la cultura pop: patinar en Central Park al ritmo de "September", de Earth, Wind & Fire, tomar helado y disfrutar de la playa en Coney Island, etcétera. Mi Amigo Robot se apoya en estas referencias culturales casi universales para establecer la credibilidad y fluidez de su narrativa, especialmente frente a otra elección estética fundamental: la de no utilizar ningún diálogo.

De hecho, es casi exasperante darse cuenta del compromiso absoluto de Mi Amigo Robot con esta renuncia al habla durante poco más de 1 hora y 40 minutos de película. En cada nuevo paso que da con la trama, Berger parece toparse con una oportunidad de expresión que parece posible solo si la película rompe su propia regla y hace que uno de sus personajes diga una frase, una palabra que sea, algo más que un gruñido o un gemido ligeramente expresivo. En cada una de estas oportunidades, sin embargo, el cineasta se niega a ceder a la tentación, optando repetidamente por desviaciones narrativas, introducir subtramas, recurrir a recursos líricos inesperados y jugar con la forma cinematográfica… cualquier cosa, en fin, que permita que la película escape del habla.

De manera milagrosa, esto hace que Mi Amigo Robot sea una película más elocuente, en lugar de menos; la sensación es que, al rechazar oportunidades expresivas que vendrían con el diálogo, Berger abre la puerta a otras que realzan las sensaciones fundamentales que quiere resaltar con la historia. El rechazo a las palabras, por ejemplo, hace que la soledad de los personajes principales sea una realidad más palpable, al igual que el paso del tiempo que "cura" las heridas (o, al menos, mitiga el dolor) de la separación. En silencio, Perro y Robot caminan por un mundo que bulle con actividad, pero que no se comunica con ellos, dificultando su búsqueda incesante de algún acto de gentileza que cree un espacio pacífico donde puedan vivir.

En su inflexible terquedad artística, Berger termina reafirmando la primacía del cine como plataforma visual para contar historias humanas. Esta es, después de todo, una obra que extrae sus referencias más específicas de la propia tradición cinematográfica, y amplía su rastro cultural al colocarlas una vez más en la gran pantalla. Y también es, por supuesto, más una historia de soledad contemporánea, más una historia de amor condenado, más una historia de alienación urbana… Mi Amigo Robot solo podría existir dentro de las tradiciones en las que se inserta, y sería fácil criticarlo por "no decir nada nuevo" al continuar todas esas tradiciones.

Como brillantemente demuestra Berger con su película sin diálogos, sin embargo, la clave del arte no siempre es lo que una obra dice, sino cómo lo dice.

Nota del Crítico
Magnífico